dimarts, 3 d’octubre del 2006

Cuernos de mujer

¿Que harías si tu santa esposa te dijera que te ha engañado? Un marido burlado nos cuenta su calvario desde el momento de la confesión de ella hasta su divorcio y posterior renacimiento.

En la sobremesa, mi mujer echó su silla hacia atrás, me miró fijamente y soltó: “He tenido una aventura con otro hombre”. Una pausa interminable. “Ya está. Ya te lo he dicho”. Durante un instante, sentí un pinchazo en el pecho y un nudo en la garganta. Entonces noté cómo la sangre me subía a la cabeza. Era como si tuviera fiebre. Sus palabras sonaron clarísimas. Es el cerebro, que aísla y amplifica los sonidos más impactantes, como cuando un médico te diagnostica cáncer o un piloto anuncia a los pasajeros que el avión está a punto de estrellarse. Y luego, el silencio. Siempre había imaginado que la confesión de una infidelidad sería menos fría. Que habría discusión, acusaciones y, finalmente, ríos de lágrimas, Todo ello, tras meses de pequeñas sospechas y mezquinas pesquisas. Pero no. Fue tajante como una hoja de afeitar. Me serví un vaso de whisky, me lo bebí de un trago y disparé: “¿Quién es
él?”. Me lo dijo. Lo conocía: un estúpido que se las arregla para parecer buen tipo. Me serví otro trago. “¿Cuándo?”. También me lo dijo; no hacia tanto. “¿Durante cuánto tiempo?”. Unos cuatro meses, en noches en las que se suponía que estaba trabajando. Entonces me di cuenta de que no había gritado y ni siquiera sabía si estaba triste o enfadado. De pronto, comencé a balbucear algo sobre una chica que me tiró los tejos cierta noche de borrachera. Yo la rechacé y le dije que estaba casado y enamorado de mi mujer. Fue un error mencionar aquello: un triste espasmo de egolatría para parecer deseable y moralmente superior a mi esposa. Dadas las circunstancias, sonó bastante ridículo. Ella me miraba fijamente y… ¡parecía enfadada! Que cuadro. ¿No debería ser yo quien se cabreara? Humillado y cabizbajo, me terminé la segunda copa, me levanté y me marché. Fui directo a casa de un amigo, y desde allí dejé un gélido mensaje en el contestador del hogar que había compartido con mi fiel pareja durante diez años: “Necesito algún tiempo para pensar. Estaré bien. Te llamaré”. Ella me contestó con otro mensaje, en el contestador de mi trabajo: “Ven a casa. Tenemos que hablar. Y ven con un abogado”. Quedamos, discutimos y fue ella la que hizo las maletas. Al día siguiente, invité a algunos amigos a casa y la cosa acabo en fiesta. Ella llegó sin avisar, montó en cólera al verme de juerga y amenazó con denunciarme. Afortunadamente, la cosa quedó en nada. Al día siguiente, al borde de un ataque de nervios, le conté todo a John A. Greene. John es un hombre corpulento, de mediana edad. Estudió psicología, pero no lo considero mi psicólogo, porque le cuento mis problemas pero no le pago. Lo que me soltó no fue muy agradable: “Eres un neurótico. Pero de verdad, un caso clínico, no como Woody Allen. Relájate y no te preocupes por cosas que no puedes controlar. Estás deprimido, pero se te pasará”. Apagó su cigarrillo y añadió: “Tu mujer es una…”. Yo balbuceé una tímida protesta, pero de pronto me detuve. ¿Qué iba a hacer? ¿Decir algo como que tuviera más cuidad, que estaba hablando de mi esposa? Pues no sé… Al final la frase quedó así: “¿No podrías… N-no podrías ser un poco menos explícito?”. Él encendió otro cigarrillo y contestó: “Digámoslo sin rodeos: tu mujer te dice que se tira a un gilipollas, luego te pide un abogado y luego amenaza con denunciarte. ¿Es o no es una…?”. Yo tartamudeé: “Hombre, visto así…”. Y él concluyó nuestra reunión con una frase demoledora: “Pide el divorcio”. Pero yo no podía hacer eso: en mi familia no había divorcios y, además, nos casamos a los 20 años. Nuestro matrimonio había sido feliz, no podía tirarlo todo por la borda por unos… ¡unos cuernos! Pero, ¿y si las cosas iban mal desde hacía mucho y yo había estado demasiado ciego para verlo? Entonces recordé una antigua conversación con mi psicólogo John Greene. Me preguntó por qué mi mujer y yo no teníamos hijos y yo saque el tema con ella en una cena. Esta fue su opinión: “Ese psicólogo es un cerdo machista. ¿Se cree que el único objetivo de la esposa es parir como una coneja? ¡Que le den!”. Yo insistí: “Bueno, pero… ¿por qué no tenemos hijos?”. Y ella sentenció: “Porque no estamos preparados”. Al poco tiempo volví a la consulta de mi amigo John y él me lo volvió a decir: “Divórciate ya”. Yo contesté: “No, tengo miedo”. Él insistió: “No deberías. Si te arrepientes, puedes volver a casarte. Lo que no puedes es seguir así con ella. Te acabará matando”. Clavé los ojos en el suelo y él rectificó con ironía: “Pues no te divorcies. Eres un neurótico; si no intentas salvar esto, nunca te lo perdonarás”. Volví a casa, pero durante toda la noche no pude dejar de oír en mi cabeza aquella frase cruel: “Tu mujer es una…”.

Resurgiendo de las cenizas
Cuando ya estábamos separados, mi mujer y yo hicimos el último intento de arreglar lo nuestro yendo a un consejero matrimonial. Pero la cosa no funcionó. Semanas después, quedamos para tomar una copa en un bar que hay cerca de mi oficina. Tampoco fue muy bien, pero al menos sacamos ciertas conclusiones, que ya no sé si eran mías o suyas; pero el caso es que yo no era capaz de perdonar ni olvidar, siempre sospecharía de ella… y eso la haría desgraciada. Así que ella tenía derecho a buscar la felicidad con otro hombre, y yo, con otra mujer. Ahora no somos amigos ni enemigos. El divorcio fue bastante civilizado. Mantuvimos la compostura ante el juez y luego nos fuimos a una cafetería y lloramos hasta que se enfriaron nuestros cafés. Ya lo veis: no hay nada como un divorcio… amistoso. Seguí viendo a mi amigo John Greene con frecuencia. Una noche, coincidí con él en una cena. Yo estaba con mi nueva novia. En los postres, él me invitó a fumar un pitillo en la terraza. Lo estaba dejando, pero fui con él. “Encantadora, tu dama. Es muy inteligente”. Yo dije: “Sí, lo es”. Él continuó: “Y está buenísima, la chica”. “Sí, supongo que sí”. Me miró muy serio y pregunto: “¿Entonces, qué narices hace contigo?”, y estalló en una sonora carcajada. “Que te den” dije sonriendo y echándole el humo en la cara.

by Sean Flynn at GQ

Comentari1: Em rebenten les continues referències al tabac ...
Comentari2: Tot se'n va a la merda amb la primera mentida.

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Music sounds better with you, baby

Cita: Otros muchos me han mostrado también que las únicas barreras están en nuestra mente. at El Sentido de la Vida
Màxima: Dentro de 20 años no te arrepentirás de lo que hiciste, sino de lo que no te atreviste a hacer by Mark Twain